Cuentos Infantiles El Soldadito de Plomo
Cuentos Infantiles El Soldadito de Plomo
HabĂa una vez veinticinco soldaditos de plomo. Todos tenĂan el mismo aspecto serio y marcial, con sus fusiles y cañones y sus impecables uniformes rojos y verdes.
Cuando se abriĂł la caja en que los habĂan colocado, las primeras palabras que escucharon, fueron:
–¡Soldaditos de plomo!
Era la alegre voz de un niño. HabĂa pedido que se los regalaran para su cumpleaños.
Cuando se abriĂł la caja en que los habĂan colocado, las primeras palabras que escucharon, fueron:
–¡Soldaditos de plomo!
Era la alegre voz de un niño. HabĂa pedido que se los regalaran para su cumpleaños.
Feliz, el niño empezĂł a colocarlos en fila. Entonces se dio cuenta de que todos eran iguales, excepto uno al que le faltaba una pierna. Pero Ă©ste era tan marcial y se mantenĂa tan firme como cualquiera de sus compañeros.
El niño puso los soldados junto a otros juguetes. Entre Ă©stos sobresalĂa, por su majestuosidad y gran tamaño, un castillo medieval. Aunque era muy hermoso, mucho más bella era la jovencita que estaba a la entrada del castillo. Ella vestĂa un traje blanco adornado con una gran flor de brillantes. TenĂa los brazos extendidos hacia arriba y se sostenĂa en la punta de un solo pie.
Era una hermosa bailarina. Pero el soldadito creyó que a ella, igual que a él, también le faltaba una pierna.
El niño puso los soldados junto a otros juguetes. Entre Ă©stos sobresalĂa, por su majestuosidad y gran tamaño, un castillo medieval. Aunque era muy hermoso, mucho más bella era la jovencita que estaba a la entrada del castillo. Ella vestĂa un traje blanco adornado con una gran flor de brillantes. TenĂa los brazos extendidos hacia arriba y se sostenĂa en la punta de un solo pie.
Era una hermosa bailarina. Pero el soldadito creyó que a ella, igual que a él, también le faltaba una pierna.
"Creo –pensĂł entonces– que esta joven me convendrĂa. Pero yo soy muy poca cosa para ella. Es la dueña del castillo y yo sĂłlo tengo un pequeño lugar entre mis restantes compañeros. Bueno, tratarĂ© de llegar a un acuerdo con ella."
El soldadito podĂa contemplar a la elegante bailarina desde detrás de su caja. La joven continuaba inmĂłvil, sosteniĂ©ndose sobre una sola pierna.
Cuando al niño le llegó la hora de acostarse, una mano cuidadosa recogió todos los juguetes. Todos los soldados fueron puestos en su caja; todos menos el soldadito, que quedó fuera de ella.
Reinó el silencio. Hasta que llegó la hora mágica; entonces los juguetes salieron de sus escondites y empezaron a jugar entre ellos. Sólo el soldadito y la bailarina continuaban inmóviles, sin unirse al alboroto general.
Cuando el reloj de pared dio las doce campanadas de la medianoche, el feo muñeco que salió de la casita del reloj observó las tiernas miradas que se lanzaban el soldadito y la bailarina...
–¡Vaya con el soldadito! –riĂł irĂłnico– ¡DeberĂa pensar en lo mal que se ve, cojo y con cara de tonto!
Pero el soldadito fingiĂł no oĂrlo.
Al dĂa siguiente, mientras los niños jugaban, uno de ellos, sin saber cĂłmo, puso al soldadito en el borde de la ventana. De pronto Ă©sta se cerrĂł y el soldadito cayĂł a la calle. La caĂda desde el tercer piso fue terrible; la bayoneta quedĂł clavada entre los adoquines de la calzada.
La criada y el niño dueño de los soldados bajaron corriendo a buscarlo. Pero no pudieron encontrarlo. El soldadito pudo haberles gritado, pero no le pareció bien gritar vestido de uniforme.
EmpezĂł a llover copiosamente.
Más tarde, cuando ya no llovĂa, pasaron por allĂ dos niños.
–¡Mira, un soldado de plomo! –exclamĂł uno de ellos–. ¿Hacemos un barco de papel y lo ponemos dentro?
Hicieron un barquito con papel de diario y embarcaron al soldadito en Ă©l. Luego pusieron el barco sobre la corriente de agua que habĂa dejado la lluvia en la calle.
¡Pobre soldadito! Enormes olas azotaban el barco mientras Ă©l intentaba, aterrado, mantenerse firme en su puesto.
De pronto el barquito enfilĂł hacia la boca oscura de un desagĂĽe.
De pronto el barquito enfilĂł hacia la boca oscura de un desagĂĽe.
–¿AdĂłnde llegarĂ©, Dios mĂo? –se preguntaba angustiado el soldadito. Ese maldito muñeco es el culpable de este desastre. El querĂa apartarme de la joven del castillo. ¡Si al menos ella estuviera a mi lado!
Entonces vio que a la entrada de la alcantarilla habĂa una enorme rata gris.
–¡Eh, eh! ¡No corras tanto! –chillĂł la rata-. MuĂ©strame tu pasaporte. Si no está en orden, no puedes pasar por mi alcantarilla.
Pero el soldadito continuĂł imperturbable, sujetando firmemente su fusil. El barquito siguiĂł navegando sin detenerse.
La rata nadĂł furiosamente en persecuciĂłn del soldado, gritándole que se detuviera porque no tenĂa pasaporte ni habĂa pagado para transitar por su territorio.
La rata nadĂł furiosamente en persecuciĂłn del soldado, gritándole que se detuviera porque no tenĂa pasaporte ni habĂa pagado para transitar por su territorio.
De pronto la barca alcanzĂł gran velocidad. Se acercaba a la salida del desagĂĽe. Un ruido ensordecedor hiriĂł los plomizos oĂdos del soldado. Más allá de la salida habĂa una peligrosa cascada. Ya nada podĂa detener al barquito; el fin se aproximaba. De improviso Ă©ste dio algunas vueltas sobre sĂ mismo y se produjo el naufragio.
El soldadito se mantuvo firme; ni siquiera cerrĂł los ojos. SiguiĂł en pie hasta que el barco de papel empezĂł a llenarse de agua, para luego deshacerse. Entonces el soldadito sĂłlo pudo dedicar un Ăşltimo pensamiento a la bella bailarina antes de que las aguas lo hundieran definitivamente.
Ya casi no quedaba rastro del barquito cuando Ă©ste fue tragado por un pez enorme. El soldadito sintiĂł una extraña sensaciĂłn cuando se encontrĂł en el estĂłmago del pez. La oscuridad era total y estaba más estrechĂł que en la caja donde habĂa vivido con sus antiguos compañeros. Pero nada dijo y continuĂł empuñando firmemente su fusil.
Más tarde se encontrĂł repentinamente a plena luz del dĂa. Fue entonces cuando oyĂł claramente que decĂan:
–¡Miren! ¡Un soldado de plomo! ¿QuĂ© habĂa ocurrido? El pez habĂa sido pescado, llevado al mercado, comprado por la cocinera de la casa y, un momento antes, la criada lo habĂa destripado. Tomando al soldado entre sus dedos, lo lavĂł y luego lo llevĂł a los niños, mostrándolo como un caso extraordinario.
–¡Es el mismo! –gritĂł uno de los niños. Y el soldadito volviĂł a encontrarse en la misma salita de juegos que ya conocĂa. Todo seguĂa igual. Estaban los mismos niños, los mismos juguetes..., su bailarina, en la puerta del castillo, sosteniĂ©ndose todavĂa sobre el mismo pie y fascinándole con su mirada radiante.
Muy emocionado, el pobre soldadito, que tenĂa un corazĂłn muy sensible, estuvo a punto de llorar de alegrĂa. Pero tenĂa conciencia de que las lágrimas son incompatibles con el uniforme. Entonces se limitĂł a contemplarla en silenciosa admiraciĂłn.
De pronto, el más pequeño de los niños que jugaban en la habitación cogió al soldadito y lo dejó caer sin más en el fuego de la chimenea.
Seguramente el cruel muñeco del reloj de pared habĂa sabido inspirar tan extraña conducta al niño.
De pronto, el más pequeño de los niños que jugaban en la habitación cogió al soldadito y lo dejó caer sin más en el fuego de la chimenea.
Seguramente el cruel muñeco del reloj de pared habĂa sabido inspirar tan extraña conducta al niño.
Y allĂ, entre las llamas de la chimenea, el soldadito se preguntaba si era el fuego de los leños o el fuego de su corazĂłn lleno de amor el que lo consumĂa. Sus hermosos colores ardĂan, desdibujándose lentamente, mientras Ă©l miraba a la bella bailarina, que le correspondĂa con expresiĂłn angustiada.
Entonces ocurriĂł algo milagroso. Una puerta se abriĂł y, al mismo tiempo, una ventana. La corriente de aire levantĂł a la joven bailarina, haciĂ©ndola volar hasta la chimenea. En un instante la envolvieron las mismas llamas que derretĂan al soldado.
AsĂ, ambos, soldadito y bailarina, quedaron totalmente derretidos. Al dĂa siguiente, cuando la criada fue a encender la chimenea, sĂłlo quedaban un pedazo de plomo en forma de corazĂłn y, junto a Ă©l, una hermosa flor de brillantes.
Post a Comment