Cuentos Infantiles La Cenicienta

Cuentos Infantiles
Lee uno o más cuentos de los que aquí aparecen y luego trata de narrar con tus propias palabras la misma historia a tus amigos y compañeros.El atractivo mundo de los cuentos ofrece a los alumnos de los primeros niveles una buena oportunidad para practicar la lectura y para aprender a usar el idioma.
Aprovecha la oportunidad para buscar en el diccionario el significado de las palabras que no conozcas y fĂ­jate muy bien cĂłmo se escriben.

La Cenicienta

(Charles Perrault)
Existió en una ocasión, en un lejano país de gente muy trabajadora y esforzada un gentilhombre que se quedó viudo. Al morir su adorada esposa le dejó una hija tan linda como dulce y angelical. Creyendo hacer lo mejor, él pensó que sería bueno darle una nueva madre a su desamparada hija y antes de que terminara el siguiente invierno se casó en segundas nupcias con una mujer bella, pero altiva y orgullosa como la que más.

Ella tambiĂ©n tenĂ­a dos hijas, de la misma edad que la de Ă©l. "AsĂ­ mi hija no se sentirá sola –pensĂł el buen padre–; al mismo tiempo que una segunda madre, mi hija gana dos hermanas." Pero la realidad no fue asĂ­ por culpa de la altiva y orgullosa mujer que habĂ­a tomado por esposa.
Apenas se celebraron las bodas, la madrastra dio rienda suelta a su mal carácter:
—No soporto a esta niña, a esta mosquita muerta –decĂ­a con desprecio–. Ya le bajarĂ© sus aires de reina de belleza. AquĂ­ somos mis hijas y yo las señoras: ella tendrá que servirnos. ¡No faltaba más!
Las dos hijas eran aún más odiosas. Envidiaban a la hermanastra porque era bella y la despreciaban porque era sencilla, humilde y buena.

El buen padre comprendiĂł tardĂ­amente su equivocaciĂłn y no tuvo el valor de rectificarla haciendo valer su autoridad.
—Mi hija querida hace las tareas más viles de la casa, cuando la verdadera dueña es ella. Pero ya estoy casado y hay que mantener la familia en paz –decĂ­a, resignado a veces y engañado por su mujer casi siempre.
—Es una niña dĂ­scola y rebelde. No nos quiere y yo tengo que educarla. Debe aprender a obedecer y a ser humilde –decĂ­a la madrastra.
El pobre hombre acabó siendo dominado por su mujer y no parecía sufrir al ver a su hija lavar los platos, barrer, limpiar, asear la habitación de la señora y la de las señoritas.

La niña subía por la noche al desván, donde dormía en una cama desvencijada y sobre un viejo colchón. Sus hermanastras, en cambio, ocupaban lo que fueron sus habitaciones, tenían camas modernas y cómodas, espejos donde podían mirarse de cuerpo entero y disponía de todo el día para acicalarse.

La pobre chiquilla lo soportaba todo con paciencia y no se atrevía a quejarse a su padre; sabía que ello empeoraría las hostilidades de la madrastra y sus hijas. Además, no adelantaría nada.
—Estoy sola en el mundo, madre mĂ­a –decĂ­a, dirigiĂ©ndose a la imagen de su madre que conservaba dentro de ella. Evocaba su recuerdo, pero la querida imagen permanecĂ­a callada.
Cuando terminaba su dura labor del día, iba a un rincón de la chimenea y se sentaba en las cenizas, que tiznaban sus manos y vestidos. Por ello las envidiosas hermanastras la llamaban Cenicienta. Pero la dulce muchachita, a pesar de sus vestidos cenicientos y viejos, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas, que siempre lucían magníficos vestidos.

Sucedió un día que el hijo del rey organizó un baile, al que invitó a todas las personas que más brillaban en la sociedad. Las dos vanidosas hermanas fueron invitadas también, pues estaban en el candelero de la sociedad del país.

Ambas parecĂ­an locas; estaban contentas y se pavoneaban vanidosas. La tarea de elegir vestidos y peinados se convirtiĂł en un ajetreo que arrastraba como un torbellino a la pobre Cenicienta.
—Tienes que planchar mis vestidos y almidonar los puños –decĂ­a la mayor.

—Y cuando termines, debes empezar por planchar los mĂ­os y coser todo lo que haya que arreglar –decĂ­a la menor.
Cenicienta se tragaba la pena y se sometía sonriendo a todos los caprichos de aquellas dos perezosas insolentes, que no hablaban más que de la forma como se vestirían.
—Yo –dijo la mayor– me pondrĂ© el vestido de terciopelo rojo con adornos de Bruselas.

—Yo –dijo la menor– sĂłlo llevarĂ© una falda corriente; pero, en cambio, me pondrĂ© la capa con flores de oro y mi broche de diamantes, que no es de los que se ven todos los dĂ­as.
QuerĂ­an peinados de dos pisos, que fueran espectaculares; habĂ­a que atraer la atenciĂłn del prĂ­ncipe a cualquier precio.
—¿QuĂ© te parece la idea? –preguntaron a Cenicienta–. TĂş no dejas de tener buen gusto. TambiĂ©n iremos a comprar lunares postizos. ¿QuĂ© tal nos quedarán?
Cenicienta las aconsejĂł lo mejor que pudo y hasta se ofreciĂł para peinarlas. Aceptaron encantadas. Mientras ella las peinaba, ambas le dijeron:
—Cenicienta, ¿te gustarĂ­a ir al baile?
—¡Ay! ustedes se están burlando de mĂ­; a ese baile nadie me ha invitado.

—!Por supuesto! –dijeron las vanidosas hermanastras-. ¡CĂłmo se reirĂ­an si vieran en el baile de gala a una tiznada!
Cenicienta se sintió insultada y las lágrimas nublaron sus hermosos ojos, pero las disimuló y no hizo lo que otra menos buena que ella habría hecho: peinarlas mal.
La habilidad y el buen gusto de Cenicienta quedaron de manifiesto en dos peinados artísticos y sentadores. Sus hermanastras no se lo agradecieron porque no tenían capacidad para agradecer. Eran orgullosas y altivas. Además andaban como locas. Rompieron más de doce cordones tratando de apretarse el corsé para conseguir una cintura fina. Estaban siempre frente al espejo y no podían mirar sin envidia la figura que escondían los toscos vestidos de Cenicienta.
Al fin llegĂł el momento feliz. Salieron en la carroza luciendo los costosos vestidos y las mejores joyas.
Cenicienta las siguiĂł con los ojos todo el tiempo que pudo, hasta que la carroza desapareciĂł. Cuando ya no las vio, se echĂł a llorar desconsolada. Pero, ¡oh maravilla! a su lado apareciĂł su madrina, un hada buena que la mirĂł con ternura:
—¿Por quĂ© lloras, mi querida ahijada? ¿QuĂ© te pasa? –le preguntĂł.
—Me gustarĂ­a... Me gustarĂ­a mucho –decĂ­a Cenicienta sin poder terminar la frase en medio del llanto.
—Te gustarĂ­a mucho ir al baile, ¿no es eso? –-le preguntĂł su hada madrina acariciándola.
—¡Ay, sĂ­! ¡Quiero ir a ese baile! –dijo suspirando Cenicienta.
—Pues bien, porque eres buena y lo mereces, yo voy a hacer que vayas.La tomĂł por los hombros temblorosos y se la llevĂł a su habitaciĂłn.
—Anda al jardĂ­n –le dijo– y tráeme la mejor calabaza que encuentres.
Cenicienta hizo lo que se le pedía y en pocos minutos volvió, trayendo consigo una hermosa calabaza. No entendía qué tenía que ver una calabaza con lo de ir al baile.

Su madrina vació la calabaza sin dejar más que la cáscara. Cenicienta la miraba sin comprender aún. De repente, su madrina tomó la varita mágica y en su frente apareció un brillo como de estrella. Tocó la calabaza con la varita y la fea calabaza se convirtió en una dorada carroza; hermosa como la de una princesita.
—¿DĂłnde está la trampa para ratones? –preguntĂł luego.
—AllĂ­, en uno de los rincones de la buhardilla –respondiĂł Cenicienta.
—Vamos allá –dijo alegremente su madrina-. SaquĂ©mosla al jardĂ­n.
En la trampa habĂ­a seis ratoncitos aĂşn vivos.
—Levanta la tapa de la trampa y ya verás lo que sucede –ordenĂł el hada.
Cenicienta levantó la puerta de alambre y rápidamente apareció el primer ratón, buscando ser libre. El hada madrina lo tocó con su varita y el ratón se convirtió en un hermoso caballo. Detrás del primero fueron saliendo los cinco ratones restantes y en menos de un minuto quedó formado un precioso tiro de seis caballos.
La madrina dijo preocupada:
—No tenemos cochero...
—Voy a buscar una rata en la otra trampa –sugiriĂł Cenicienta.
—Tienes razĂłn –dijo su madrina–. Anda a ver.
Cenicienta trajo otra trampa donde había tres ratas gordas. El hada tomó una de ellas, que tenía unos largos bigotes, la tocó y la dejó convertida en un gordo cochero que lucía los más hermosos bigotes que se hayan visto jamás.

Cenicienta estaba entusiasmada.
—Anda al rincĂłn donde está la regadera –dijo la madrina–. Detrás de ella hay una camada de lagartos. Tráeme seis de ellos.
Cuando los tuvo delante, los convirtió en seis lacayos, que subieron rápidamente a la parte trasera de la carroza con sus uniformes relucientes. Se agarraron a ella como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida.
—Bueno, mi niña; ya tienes cĂłmo ir al baile. ¿Estás contenta?
—SĂ­, pero... ¿voy a ir con estos vestidos tan feos?
No había terminado la pregunta cuando sintió el leve toque de la varita mágica. Algo vibró dentro de ella. Sus vestidos se convirtieron en fino brocado de oro y plata recamado con piedras preciosas, que ceñían su fina cintura y se desplegaban en vuelos hasta cubrirle los pies. Sus dorados cabellos caían en graciosas guedejas aprisionadas por una hermosa diadema de oro y brillantes.
¿QuĂ© le faltaba ahora?
Los ojos de la madrina vieron los toscos zuecos que calzaba Cenicienta. Se agachĂł hasta tocarlos y dejarlos convertidos en un par de zapatitos de cristal que se adaptaban a sus lindos pies.

¡Estaba hermosa! Ahora sĂłlo le faltaban unas flores prendidas en la cintura. Dos rosas perfumadas surgieron como por encanto.
—Sube a la carroza –dijo el hada madrina– y presta atenciĂłn a lo que voy a recomendarte. Dejarás el baile antes de que se escuchen las campanas del reloj a la media noche. A las doce todo volverá a ser natural: la carroza será calabaza; los caballos, ratones; el cochero, una rata, y los lacayos, lagartos. Tus vestidos serán de nuevo los de Cenicienta. No lo olvides.

—No, madrina; saldrĂ© del baile antes de las doce de la noche –y se puso en marcha llena de gozo.
El hijo del rey, a quien avisaron de la llegada de una desconocida princesa, corriĂł a recibirla. Le dio la mano cuando bajĂł de la carroza y la condujo a la sala donde estaban los invitados.

Se hizo un gran silencio. Todos dejaron de bailar y los violines dejaron de tocar, como embobados al contemplar la gran belleza de aquella desconocida. No se oía más que un confuso rumor:
"¡Ah! ¡QuĂ© hermosa!"

El mismo viejo rey no dejaba de mirarla y de decirle bajito a la reina:
—Hace mucho tiempo que no veĂ­a una joven tan bella y agradable.

Todas las damas observaban con mucha atención el peinado y los vestidos de Cenicienta para imitarlos a la mañana siguiente, si es que encontraban telas tan bellas y modistos tan diestros.

El hijo del rey la colocĂł en el lugar de más honor y luego la invitĂł a bailar. Al verla bailar con tanta gracia la admiraron mucho más. "Pero ¿quiĂ©n será?", se preguntaban.

Cuando llegĂł el momento sirvieron la cena. El prĂ­ncipe estaba tan embobado que se olvidĂł de comer y nada probĂł.

Cenicienta fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil demostraciones de cortesía. Compartió con ellas las naranjas y las frutas que le envió especialmente el príncipe, dejándolas muy admiradas, pues no la reconocieron ni sospechaban para nada que fuera alguien cercana a ellas.
El baile se reanudĂł. El prĂ­ncipe volviĂł a invitarla a bailar y de nuevo todas las miradas la siguieron admiradas.
De repente el reloj dio la hora: un cuarto para las doce Cenicienta se desprendió de los brazos del príncipe, hizo una graciosa reverencia a todos los presentes y partió lo más rápido que pudo.
En cuanto hubo llegado a su casa, fue a ver a su madrina y después de darle las gracias le dijo:
—Quisiera ir mañana otra vez al baile. El prĂ­ncipe me lo ha rogado.
Como estaba tan entretenida en contar a su madrina todo lo que habĂ­a pasado en el baile, tuvo que disimular cuando oyĂł que sus hermanas llamaban a la puerta...
Cenicienta fue a abrirles:
—¡Cuánto han tardado en volver! –les dijo bostezando y frotándose los ojos. Luego volviĂł a recostarse en su camastro, como si acabara de despertar. Sin embargo estaba tan emocionada que le costĂł mucho conciliar el sueño.

Al dĂ­a siguiente, apenas la vieron sus hermanas, empezaron a contarle sobre el baile:
—Si hubieras venido al baile –le dijo la menor– no te habrĂ­as aburrido; ha ido una princesa hermosĂ­sima, la más hermosa que te puedas imaginar. Y a nosotras nos hizo mil demostraciones de cortesĂ­a y amistad. Hasta nos dio naranjas y frutas de las que el prĂ­ncipe le enviĂł.
Cenicienta no cabĂ­a en sĂ­ de gozo:
—¿Y cĂłmo se llama esa princesa? –les preguntĂł.

—Nadie lo sabe –le contestaron–. Tampoco lo sabe el hijo del rey.

—DecĂ­an que el prĂ­ncipe darĂ­a cualquier cosa por saber quiĂ©n era.
Cenicienta sonriĂł.
—¿Tan bella era? –dijo–. Dios mĂ­o ¡quĂ© suerte tienen! ¿no podrĂ­a verla yo? ¡Ay! señorita Janette, ¿no podrĂ­a prestarme el vestido amarillo que ya no le sirve?
—¡Claro que sĂ­! –dijo Janette con burla. Precisamente estaba pensando en eso.
—¡Hermana –le dijo, sorprendida, la otra.
—¿Tan loca me crees –contestĂł Janette– como para que preste mi vestido a una sucia Cenicienta?
Cenicienta sabĂ­a que no se lo prestarĂ­a y se alegrĂł por ello, pues se hubiera sentido mal si su hermanastra le hubiera prestado el vestido.
Al día siguiente, las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta también, pero mejor ataviada aún que la primera vez.
El hijo del rey estuvo todo el tiempo a su lado, diciéndole palabras agradables y de admiración. La música de la orquesta, las palabras halagadoras que el hijo del rey susurraba en su oído y la magia del baile hicieron que la bella Cenicienta olvidara las recomendaciones de su madrina.
El reloj empezĂł a dar las campanadas de las doce cuando ella creĂ­a que apenas eran las once.
—¡Dios mĂ­o! ¡Las doce!... –Se desprendiĂł de los brazos del prĂ­ncipe y saliĂł corriendo.

Cenicienta corriĂł ligera como una cierva. El prĂ­ncipe la siguiĂł, pero no logrĂł alcanzarla. SĂłlo encontrĂł uno de los zapatitos de cristal que ella perdiĂł en la huida. Lo recogiĂł con mucho cuidado.

Cenicienta llegĂł sofocada a su casa; sin carroza, sin lacayos y con sus feos vestidos. De toda su magnificencia, sĂłlo le quedaba uno de sus zapatitos, la pareja del que habĂ­a perdido y que el prĂ­ncipe habĂ­a recogido.

Preguntaron a los guardias del palacio si habían visto salir a una princesa; dijeron que sólo habían visto salir a una jovencita muy mal vestida y que parecía más una campesina que una princesa.

Cuando las dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntĂł:
—¿Se han divertido mucho hoy? ¿Fue de nuevo la hermosa dama de anoche?
—SĂ­, sĂ­ fue –dijeron ambas.

La hermana menor añadió:
—A las doce de la noche huyĂł tan rápido que dejĂł caer uno de sus zapatitos de cristal, el más hermoso del mundo.

—¿Y quĂ© pasĂł despuĂ©s? –preguntĂł con visible interĂ©s Cenicienta.

—Pues que el baile tuvo que terminar porque el hijo del rey no hacĂ­a otra cosa que mirar el zapato, sin interesarse por nada más –respondiĂł la hermana mayor–. Yo creo –prosiguiĂł locuaz– que está enamorado de la bella dueña del zapatito.
Y asĂ­ era, porque a los pocos dĂ­as el hijo del rey mandĂł publicar un bando a toque de corneta. Declaraba que se casarĂ­a con la mujer a quien le quedara bien el zapato.
Empezaron probándoselo las princesas, luego las duquesas y luego todas las damas de la Corte. Pero todo resultó inútil.
Fueron después a todas las casas del reino, donde hubiera jovencitas. Todas se lo probaban, pero a ningún pie se adaptaba el misterioso zapatito.
Llegaron también a la casa de Cenicienta. Las dos hermanas, muy emocionadas, hicieron todo lo posible para que sus pies entraran en el zapato, sin conseguirlo.
Cenicienta, que estaba mirándolas y que reconoció su zapato, dijo riendo:
—¡A ver si a mĂ­ me queda bien!
Ambas hermanas se echaron a reír, burlándose de ella. Pero el sirviente que hacía la prueba del zapato, miró atentamente a Cenicienta y encontrándola muy hermosa dijo:
—Es muy justo lo que pide, jovencita. Tengo orden de probárselo a todas. ¿Puede sentarse?
Cenicienta se sentĂł y el hombre le acercĂł el zapato, que entrĂł en el piececito sin esfuerzo.
—Le queda como un guante –dijo el sirviente–. No hay duda de que es suyo.
Las hermanas no salĂ­an de su asombro. Pero cuando vieron que Cenicienta sacĂł de su bolsillo el otro zapato y se lo puso, casi se mueren de rabia.
Entonces apareciĂł repentinamente el hada madrina.
—Querida ahijada –saludĂł con un beso en la frente a la joven, y al mismo tiempo la tocĂł con su varita mágica.
Los vestidos de Cenicienta se volvieron aún más bellos que los anteriores.
Entonces las dos hermanas reconocieron en ella a la dama que habĂ­an visto en el baile. Se arrojaron a sus pies y le dijeron, muertas de vergĂĽenza:
—¡PerdĂłnanos! TĂş has sido siempre la buena hermana que no supimos apreciar porque el orgullo nos tenĂ­a ciegas. Te hemos hecho sufrir mucho con nuestra estĂşpida soberbia. Te hemos tratado mal, ¿podrás perdonarnos algĂşn dĂ­a?
Cenicienta las levantó y abrazándolas les dijo:
—Las perdono de todo corazĂłn. Lo Ăşnico que deseo es que me quieran siempre y que no se separen de mĂ­.
Inmediatamente llevaron a Cenicienta ante el príncipe, tal como estaba ataviada. Él la encontró más bella que nunca, le declaró su amor y fue feliz al oír decir a la joven que ella también lo amaba.
—¿Aceptas casarte conmigo? –le preguntĂł Ă©l con amor.
—SĂ­, acepto –contestĂł emocionada Cenicienta.
Unos días después se celebró el matrimonio. La humilde Cenicienta se convirtió en una princesa tan buena como hermosa. Sus hermanas asistieron a la boda como sus damas de honor, y, cuando ya se disponían a regresar a su casa, Cenicienta les rogó:
—¡QuĂ©dense conmigo! Yo harĂ© que vivan en el palacio.
Ambas aceptaron con gusto y pocos días después se casaron con dos grandes señores de la corte.
Dicen que al fin vivieron felices como buenas hermanas, y que su buen padre vio cumplido su sueño: la hija querida vivía protegida, rodeada de cariño y haciendo el bien que su madre le había enseñado.
El hada madrina no tuvo que volver a usar su varita mágica porque la realidad que comenzó a vivir su ahijada superaba con creces a cualquier maravilla que pudiera imaginar y regalarle un hada buena como ella.

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