Cuentos Infantiles La Cenicienta
Cuentos Infantiles
Lee uno o más cuentos de los que aquĂ aparecen y luego trata de narrar con tus propias palabras la misma historia a tus amigos y compañeros.El atractivo mundo de los cuentos ofrece a los alumnos de los primeros niveles una buena oportunidad para practicar la lectura y para aprender a usar el idioma.Aprovecha la oportunidad para buscar en el diccionario el significado de las palabras que no conozcas y fĂjate muy bien cĂłmo se escriben.
ExistiĂł en una ocasiĂłn, en un lejano paĂs de gente muy trabajadora y esforzada un gentilhombre que se quedĂł viudo. Al morir su adorada esposa le dejĂł una hija tan linda como dulce y angelical. Creyendo hacer lo mejor, Ă©l pensĂł que serĂa bueno darle una nueva madre a su desamparada hija y antes de que terminara el siguiente invierno se casĂł en segundas nupcias con una mujer bella, pero altiva y orgullosa como la que más.
Ella tambiĂ©n tenĂa dos hijas, de la misma edad que la de Ă©l. "AsĂ mi hija no se sentirá sola –pensĂł el buen padre–; al mismo tiempo que una segunda madre, mi hija gana dos hermanas." Pero la realidad no fue asĂ por culpa de la altiva y orgullosa mujer que habĂa tomado por esposa.
Apenas se celebraron las bodas, la madrastra dio rienda suelta a su mal carácter:
Ella tambiĂ©n tenĂa dos hijas, de la misma edad que la de Ă©l. "AsĂ mi hija no se sentirá sola –pensĂł el buen padre–; al mismo tiempo que una segunda madre, mi hija gana dos hermanas." Pero la realidad no fue asĂ por culpa de la altiva y orgullosa mujer que habĂa tomado por esposa.
Apenas se celebraron las bodas, la madrastra dio rienda suelta a su mal carácter:
—No soporto a esta niña, a esta mosquita muerta –decĂa con desprecio–. Ya le bajarĂ© sus aires de reina de belleza. AquĂ somos mis hijas y yo las señoras: ella tendrá que servirnos. ¡No faltaba más!
Las dos hijas eran aún más odiosas. Envidiaban a la hermanastra porque era bella y la despreciaban porque era sencilla, humilde y buena.
El buen padre comprendiĂł tardĂamente su equivocaciĂłn y no tuvo el valor de rectificarla haciendo valer su autoridad.
El buen padre comprendiĂł tardĂamente su equivocaciĂłn y no tuvo el valor de rectificarla haciendo valer su autoridad.
—Mi hija querida hace las tareas más viles de la casa, cuando la verdadera dueña es ella. Pero ya estoy casado y hay que mantener la familia en paz –decĂa, resignado a veces y engañado por su mujer casi siempre.
—Es una niña dĂscola y rebelde. No nos quiere y yo tengo que educarla. Debe aprender a obedecer y a ser humilde –decĂa la madrastra.
El pobre hombre acabĂł siendo dominado por su mujer y no parecĂa sufrir al ver a su hija lavar los platos, barrer, limpiar, asear la habitaciĂłn de la señora y la de las señoritas.
La niña subĂa por la noche al desván, donde dormĂa en una cama desvencijada y sobre un viejo colchĂłn. Sus hermanastras, en cambio, ocupaban lo que fueron sus habitaciones, tenĂan camas modernas y cĂłmodas, espejos donde podĂan mirarse de cuerpo entero y disponĂa de todo el dĂa para acicalarse.
La pobre chiquilla lo soportaba todo con paciencia y no se atrevĂa a quejarse a su padre; sabĂa que ello empeorarĂa las hostilidades de la madrastra y sus hijas. Además, no adelantarĂa nada.
La niña subĂa por la noche al desván, donde dormĂa en una cama desvencijada y sobre un viejo colchĂłn. Sus hermanastras, en cambio, ocupaban lo que fueron sus habitaciones, tenĂan camas modernas y cĂłmodas, espejos donde podĂan mirarse de cuerpo entero y disponĂa de todo el dĂa para acicalarse.
La pobre chiquilla lo soportaba todo con paciencia y no se atrevĂa a quejarse a su padre; sabĂa que ello empeorarĂa las hostilidades de la madrastra y sus hijas. Además, no adelantarĂa nada.
—Estoy sola en el mundo, madre mĂa –decĂa, dirigiĂ©ndose a la imagen de su madre que conservaba dentro de ella. Evocaba su recuerdo, pero la querida imagen permanecĂa callada.
Cuando terminaba su dura labor del dĂa, iba a un rincĂłn de la chimenea y se sentaba en las cenizas, que tiznaban sus manos y vestidos. Por ello las envidiosas hermanastras la llamaban Cenicienta. Pero la dulce muchachita, a pesar de sus vestidos cenicientos y viejos, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas, que siempre lucĂan magnĂficos vestidos.
SucediĂł un dĂa que el hijo del rey organizĂł un baile, al que invitĂł a todas las personas que más brillaban en la sociedad. Las dos vanidosas hermanas fueron invitadas tambiĂ©n, pues estaban en el candelero de la sociedad del paĂs.
Ambas parecĂan locas; estaban contentas y se pavoneaban vanidosas. La tarea de elegir vestidos y peinados se convirtiĂł en un ajetreo que arrastraba como un torbellino a la pobre Cenicienta.
SucediĂł un dĂa que el hijo del rey organizĂł un baile, al que invitĂł a todas las personas que más brillaban en la sociedad. Las dos vanidosas hermanas fueron invitadas tambiĂ©n, pues estaban en el candelero de la sociedad del paĂs.
Ambas parecĂan locas; estaban contentas y se pavoneaban vanidosas. La tarea de elegir vestidos y peinados se convirtiĂł en un ajetreo que arrastraba como un torbellino a la pobre Cenicienta.
—Tienes que planchar mis vestidos y almidonar los puños –decĂa la mayor.
—Y cuando termines, debes empezar por planchar los mĂos y coser todo lo que haya que arreglar –decĂa la menor.
—Y cuando termines, debes empezar por planchar los mĂos y coser todo lo que haya que arreglar –decĂa la menor.
Cenicienta se tragaba la pena y se sometĂa sonriendo a todos los caprichos de aquellas dos perezosas insolentes, que no hablaban más que de la forma como se vestirĂan.
—Yo –dijo la mayor– me pondrĂ© el vestido de terciopelo rojo con adornos de Bruselas.
—Yo –dijo la menor– sĂłlo llevarĂ© una falda corriente; pero, en cambio, me pondrĂ© la capa con flores de oro y mi broche de diamantes, que no es de los que se ven todos los dĂas.
—Yo –dijo la menor– sĂłlo llevarĂ© una falda corriente; pero, en cambio, me pondrĂ© la capa con flores de oro y mi broche de diamantes, que no es de los que se ven todos los dĂas.
QuerĂan peinados de dos pisos, que fueran espectaculares; habĂa que atraer la atenciĂłn del prĂncipe a cualquier precio.
—¿QuĂ© te parece la idea? –preguntaron a Cenicienta–. TĂş no dejas de tener buen gusto. TambiĂ©n iremos a comprar lunares postizos. ¿QuĂ© tal nos quedarán?
Cenicienta las aconsejĂł lo mejor que pudo y hasta se ofreciĂł para peinarlas. Aceptaron encantadas. Mientras ella las peinaba, ambas le dijeron:
—Cenicienta, ¿te gustarĂa ir al baile?
—¡Ay! ustedes se están burlando de mĂ; a ese baile nadie me ha invitado.
—!Por supuesto! –dijeron las vanidosas hermanastras-. ¡CĂłmo se reirĂan si vieran en el baile de gala a una tiznada!
Cenicienta se sintiĂł insultada y las lágrimas nublaron sus hermosos ojos, pero las disimulĂł y no hizo lo que otra menos buena que ella habrĂa hecho: peinarlas mal.
La habilidad y el buen gusto de Cenicienta quedaron de manifiesto en dos peinados artĂsticos y sentadores. Sus hermanastras no se lo agradecieron porque no tenĂan capacidad para agradecer. Eran orgullosas y altivas. Además andaban como locas. Rompieron más de doce cordones tratando de apretarse el corsĂ© para conseguir una cintura fina. Estaban siempre frente al espejo y no podĂan mirar sin envidia la figura que escondĂan los toscos vestidos de Cenicienta.
Al fin llegĂł el momento feliz. Salieron en la carroza luciendo los costosos vestidos y las mejores joyas.
Cenicienta las siguiĂł con los ojos todo el tiempo que pudo, hasta que la carroza desapareciĂł. Cuando ya no las vio, se echĂł a llorar desconsolada. Pero, ¡oh maravilla! a su lado apareciĂł su madrina, un hada buena que la mirĂł con ternura:
—¡Ay! ustedes se están burlando de mĂ; a ese baile nadie me ha invitado.
—!Por supuesto! –dijeron las vanidosas hermanastras-. ¡CĂłmo se reirĂan si vieran en el baile de gala a una tiznada!
Cenicienta se sintiĂł insultada y las lágrimas nublaron sus hermosos ojos, pero las disimulĂł y no hizo lo que otra menos buena que ella habrĂa hecho: peinarlas mal.
La habilidad y el buen gusto de Cenicienta quedaron de manifiesto en dos peinados artĂsticos y sentadores. Sus hermanastras no se lo agradecieron porque no tenĂan capacidad para agradecer. Eran orgullosas y altivas. Además andaban como locas. Rompieron más de doce cordones tratando de apretarse el corsĂ© para conseguir una cintura fina. Estaban siempre frente al espejo y no podĂan mirar sin envidia la figura que escondĂan los toscos vestidos de Cenicienta.
Al fin llegĂł el momento feliz. Salieron en la carroza luciendo los costosos vestidos y las mejores joyas.
Cenicienta las siguiĂł con los ojos todo el tiempo que pudo, hasta que la carroza desapareciĂł. Cuando ya no las vio, se echĂł a llorar desconsolada. Pero, ¡oh maravilla! a su lado apareciĂł su madrina, un hada buena que la mirĂł con ternura:
—¿Por quĂ© lloras, mi querida ahijada? ¿QuĂ© te pasa? –le preguntĂł.
—Me gustarĂa... Me gustarĂa mucho –decĂa Cenicienta sin poder terminar la frase en medio del llanto.
—Te gustarĂa mucho ir al baile, ¿no es eso? –-le preguntĂł su hada madrina acariciándola.
—¡Ay, sĂ! ¡Quiero ir a ese baile! –dijo suspirando Cenicienta.
—Pues bien, porque eres buena y lo mereces, yo voy a hacer que vayas.La tomĂł por los hombros temblorosos y se la llevĂł a su habitaciĂłn.
—Me gustarĂa... Me gustarĂa mucho –decĂa Cenicienta sin poder terminar la frase en medio del llanto.
—Te gustarĂa mucho ir al baile, ¿no es eso? –-le preguntĂł su hada madrina acariciándola.
—¡Ay, sĂ! ¡Quiero ir a ese baile! –dijo suspirando Cenicienta.
—Pues bien, porque eres buena y lo mereces, yo voy a hacer que vayas.La tomĂł por los hombros temblorosos y se la llevĂł a su habitaciĂłn.
—Anda al jardĂn –le dijo– y tráeme la mejor calabaza que encuentres.
Cenicienta hizo lo que se le pedĂa y en pocos minutos volviĂł, trayendo consigo una hermosa calabaza. No entendĂa quĂ© tenĂa que ver una calabaza con lo de ir al baile.
Su madrina vació la calabaza sin dejar más que la cáscara. Cenicienta la miraba sin comprender aún. De repente, su madrina tomó la varita mágica y en su frente apareció un brillo como de estrella. Tocó la calabaza con la varita y la fea calabaza se convirtió en una dorada carroza; hermosa como la de una princesita.
Su madrina vació la calabaza sin dejar más que la cáscara. Cenicienta la miraba sin comprender aún. De repente, su madrina tomó la varita mágica y en su frente apareció un brillo como de estrella. Tocó la calabaza con la varita y la fea calabaza se convirtió en una dorada carroza; hermosa como la de una princesita.
—¿DĂłnde está la trampa para ratones? –preguntĂł luego.
—AllĂ, en uno de los rincones de la buhardilla –respondiĂł Cenicienta.
—Vamos allá –dijo alegremente su madrina-. SaquĂ©mosla al jardĂn.
—AllĂ, en uno de los rincones de la buhardilla –respondiĂł Cenicienta.
—Vamos allá –dijo alegremente su madrina-. SaquĂ©mosla al jardĂn.
En la trampa habĂa seis ratoncitos aĂşn vivos.
—Levanta la tapa de la trampa y ya verás lo que sucede –ordenĂł el hada.
Cenicienta levantó la puerta de alambre y rápidamente apareció el primer ratón, buscando ser libre. El hada madrina lo tocó con su varita y el ratón se convirtió en un hermoso caballo. Detrás del primero fueron saliendo los cinco ratones restantes y en menos de un minuto quedó formado un precioso tiro de seis caballos.
La madrina dijo preocupada:
—No tenemos cochero...
—Voy a buscar una rata en la otra trampa –sugiriĂł Cenicienta.
—Tienes razĂłn –dijo su madrina–. Anda a ver.
La madrina dijo preocupada:
—No tenemos cochero...
—Voy a buscar una rata en la otra trampa –sugiriĂł Cenicienta.
—Tienes razĂłn –dijo su madrina–. Anda a ver.
Cenicienta trajo otra trampa donde habĂa tres ratas gordas. El hada tomĂł una de ellas, que tenĂa unos largos bigotes, la tocĂł y la dejĂł convertida en un gordo cochero que lucĂa los más hermosos bigotes que se hayan visto jamás.
Cenicienta estaba entusiasmada.
Cenicienta estaba entusiasmada.
—Anda al rincĂłn donde está la regadera –dijo la madrina–. Detrás de ella hay una camada de lagartos. Tráeme seis de ellos.
Cuando los tuvo delante, los convirtió en seis lacayos, que subieron rápidamente a la parte trasera de la carroza con sus uniformes relucientes. Se agarraron a ella como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida.
—Bueno, mi niña; ya tienes cĂłmo ir al baile. ¿Estás contenta?
—SĂ, pero... ¿voy a ir con estos vestidos tan feos?
—SĂ, pero... ¿voy a ir con estos vestidos tan feos?
No habĂa terminado la pregunta cuando sintiĂł el leve toque de la varita mágica. Algo vibrĂł dentro de ella. Sus vestidos se convirtieron en fino brocado de oro y plata recamado con piedras preciosas, que ceñĂan su fina cintura y se desplegaban en vuelos hasta cubrirle los pies. Sus dorados cabellos caĂan en graciosas guedejas aprisionadas por una hermosa diadema de oro y brillantes.
¿QuĂ© le faltaba ahora?
Los ojos de la madrina vieron los toscos zuecos que calzaba Cenicienta. Se agachĂł hasta tocarlos y dejarlos convertidos en un par de zapatitos de cristal que se adaptaban a sus lindos pies.
¡Estaba hermosa! Ahora sĂłlo le faltaban unas flores prendidas en la cintura. Dos rosas perfumadas surgieron como por encanto.
¿QuĂ© le faltaba ahora?
Los ojos de la madrina vieron los toscos zuecos que calzaba Cenicienta. Se agachĂł hasta tocarlos y dejarlos convertidos en un par de zapatitos de cristal que se adaptaban a sus lindos pies.
¡Estaba hermosa! Ahora sĂłlo le faltaban unas flores prendidas en la cintura. Dos rosas perfumadas surgieron como por encanto.
—Sube a la carroza –dijo el hada madrina– y presta atenciĂłn a lo que voy a recomendarte. Dejarás el baile antes de que se escuchen las campanas del reloj a la media noche. A las doce todo volverá a ser natural: la carroza será calabaza; los caballos, ratones; el cochero, una rata, y los lacayos, lagartos. Tus vestidos serán de nuevo los de Cenicienta. No lo olvides.
—No, madrina; saldrĂ© del baile antes de las doce de la noche –y se puso en marcha llena de gozo.
El hijo del rey, a quien avisaron de la llegada de una desconocida princesa, corriĂł a recibirla. Le dio la mano cuando bajĂł de la carroza y la condujo a la sala donde estaban los invitados.
Se hizo un gran silencio. Todos dejaron de bailar y los violines dejaron de tocar, como embobados al contemplar la gran belleza de aquella desconocida. No se oĂa más que un confuso rumor:
"¡Ah! ¡QuĂ© hermosa!"
El mismo viejo rey no dejaba de mirarla y de decirle bajito a la reina:
—Hace mucho tiempo que no veĂa una joven tan bella y agradable.
Todas las damas observaban con mucha atención el peinado y los vestidos de Cenicienta para imitarlos a la mañana siguiente, si es que encontraban telas tan bellas y modistos tan diestros.
El hijo del rey la colocĂł en el lugar de más honor y luego la invitĂł a bailar. Al verla bailar con tanta gracia la admiraron mucho más. "Pero ¿quiĂ©n será?", se preguntaban.
Cuando llegĂł el momento sirvieron la cena. El prĂncipe estaba tan embobado que se olvidĂł de comer y nada probĂł.
Cenicienta fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil demostraciones de cortesĂa. CompartiĂł con ellas las naranjas y las frutas que le enviĂł especialmente el prĂncipe, dejándolas muy admiradas, pues no la reconocieron ni sospechaban para nada que fuera alguien cercana a ellas.
El baile se reanudĂł. El prĂncipe volviĂł a invitarla a bailar y de nuevo todas las miradas la siguieron admiradas.
De repente el reloj dio la hora: un cuarto para las doce Cenicienta se desprendiĂł de los brazos del prĂncipe, hizo una graciosa reverencia a todos los presentes y partiĂł lo más rápido que pudo.
En cuanto hubo llegado a su casa, fue a ver a su madrina y después de darle las gracias le dijo:
—Quisiera ir mañana otra vez al baile. El prĂncipe me lo ha rogado.
Como estaba tan entretenida en contar a su madrina todo lo que habĂa pasado en el baile, tuvo que disimular cuando oyĂł que sus hermanas llamaban a la puerta...
Cenicienta fue a abrirles:
Se hizo un gran silencio. Todos dejaron de bailar y los violines dejaron de tocar, como embobados al contemplar la gran belleza de aquella desconocida. No se oĂa más que un confuso rumor:
"¡Ah! ¡QuĂ© hermosa!"
El mismo viejo rey no dejaba de mirarla y de decirle bajito a la reina:
—Hace mucho tiempo que no veĂa una joven tan bella y agradable.
Todas las damas observaban con mucha atención el peinado y los vestidos de Cenicienta para imitarlos a la mañana siguiente, si es que encontraban telas tan bellas y modistos tan diestros.
El hijo del rey la colocĂł en el lugar de más honor y luego la invitĂł a bailar. Al verla bailar con tanta gracia la admiraron mucho más. "Pero ¿quiĂ©n será?", se preguntaban.
Cuando llegĂł el momento sirvieron la cena. El prĂncipe estaba tan embobado que se olvidĂł de comer y nada probĂł.
Cenicienta fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil demostraciones de cortesĂa. CompartiĂł con ellas las naranjas y las frutas que le enviĂł especialmente el prĂncipe, dejándolas muy admiradas, pues no la reconocieron ni sospechaban para nada que fuera alguien cercana a ellas.
El baile se reanudĂł. El prĂncipe volviĂł a invitarla a bailar y de nuevo todas las miradas la siguieron admiradas.
De repente el reloj dio la hora: un cuarto para las doce Cenicienta se desprendiĂł de los brazos del prĂncipe, hizo una graciosa reverencia a todos los presentes y partiĂł lo más rápido que pudo.
En cuanto hubo llegado a su casa, fue a ver a su madrina y después de darle las gracias le dijo:
—Quisiera ir mañana otra vez al baile. El prĂncipe me lo ha rogado.
Como estaba tan entretenida en contar a su madrina todo lo que habĂa pasado en el baile, tuvo que disimular cuando oyĂł que sus hermanas llamaban a la puerta...
Cenicienta fue a abrirles:
—¡Cuánto han tardado en volver! –les dijo bostezando y frotándose los ojos. Luego volviĂł a recostarse en su camastro, como si acabara de despertar. Sin embargo estaba tan emocionada que le costĂł mucho conciliar el sueño.
Al dĂa siguiente, apenas la vieron sus hermanas, empezaron a contarle sobre el baile:
—Si hubieras venido al baile –le dijo la menor– no te habrĂas aburrido; ha ido una princesa hermosĂsima, la más hermosa que te puedas imaginar. Y a nosotras nos hizo mil demostraciones de cortesĂa y amistad. Hasta nos dio naranjas y frutas de las que el prĂncipe le enviĂł.
Cenicienta no cabĂa en sĂ de gozo:
Al dĂa siguiente, apenas la vieron sus hermanas, empezaron a contarle sobre el baile:
—Si hubieras venido al baile –le dijo la menor– no te habrĂas aburrido; ha ido una princesa hermosĂsima, la más hermosa que te puedas imaginar. Y a nosotras nos hizo mil demostraciones de cortesĂa y amistad. Hasta nos dio naranjas y frutas de las que el prĂncipe le enviĂł.
Cenicienta no cabĂa en sĂ de gozo:
—¿Y cĂłmo se llama esa princesa? –les preguntĂł.
—Nadie lo sabe –le contestaron–. Tampoco lo sabe el hijo del rey.
—DecĂan que el prĂncipe darĂa cualquier cosa por saber quiĂ©n era.
Cenicienta sonriĂł.
—¿Tan bella era? –dijo–. Dios mĂo ¡quĂ© suerte tienen! ¿no podrĂa verla yo? ¡Ay! señorita Janette, ¿no podrĂa prestarme el vestido amarillo que ya no le sirve?
—¡Claro que sĂ! –dijo Janette con burla. Precisamente estaba pensando en eso.
—¡Hermana –le dijo, sorprendida, la otra.
—¿Tan loca me crees –contestĂł Janette– como para que preste mi vestido a una sucia Cenicienta?
—Nadie lo sabe –le contestaron–. Tampoco lo sabe el hijo del rey.
—DecĂan que el prĂncipe darĂa cualquier cosa por saber quiĂ©n era.
Cenicienta sonriĂł.
—¿Tan bella era? –dijo–. Dios mĂo ¡quĂ© suerte tienen! ¿no podrĂa verla yo? ¡Ay! señorita Janette, ¿no podrĂa prestarme el vestido amarillo que ya no le sirve?
—¡Claro que sĂ! –dijo Janette con burla. Precisamente estaba pensando en eso.
—¡Hermana –le dijo, sorprendida, la otra.
—¿Tan loca me crees –contestĂł Janette– como para que preste mi vestido a una sucia Cenicienta?
Cenicienta sabĂa que no se lo prestarĂa y se alegrĂł por ello, pues se hubiera sentido mal si su hermanastra le hubiera prestado el vestido.
Al dĂa siguiente, las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta tambiĂ©n, pero mejor ataviada aĂşn que la primera vez.
El hijo del rey estuvo todo el tiempo a su lado, diciĂ©ndole palabras agradables y de admiraciĂłn. La mĂşsica de la orquesta, las palabras halagadoras que el hijo del rey susurraba en su oĂdo y la magia del baile hicieron que la bella Cenicienta olvidara las recomendaciones de su madrina.
El reloj empezĂł a dar las campanadas de las doce cuando ella creĂa que apenas eran las once.
Al dĂa siguiente, las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta tambiĂ©n, pero mejor ataviada aĂşn que la primera vez.
El hijo del rey estuvo todo el tiempo a su lado, diciĂ©ndole palabras agradables y de admiraciĂłn. La mĂşsica de la orquesta, las palabras halagadoras que el hijo del rey susurraba en su oĂdo y la magia del baile hicieron que la bella Cenicienta olvidara las recomendaciones de su madrina.
El reloj empezĂł a dar las campanadas de las doce cuando ella creĂa que apenas eran las once.
—¡Dios mĂo! ¡Las doce!... –Se desprendiĂł de los brazos del prĂncipe y saliĂł corriendo.
Cenicienta corriĂł ligera como una cierva. El prĂncipe la siguiĂł, pero no logrĂł alcanzarla. SĂłlo encontrĂł uno de los zapatitos de cristal que ella perdiĂł en la huida. Lo recogiĂł con mucho cuidado.
Cenicienta llegĂł sofocada a su casa; sin carroza, sin lacayos y con sus feos vestidos. De toda su magnificencia, sĂłlo le quedaba uno de sus zapatitos, la pareja del que habĂa perdido y que el prĂncipe habĂa recogido.
Preguntaron a los guardias del palacio si habĂan visto salir a una princesa; dijeron que sĂłlo habĂan visto salir a una jovencita muy mal vestida y que parecĂa más una campesina que una princesa.
Cuando las dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntĂł:
—¿Se han divertido mucho hoy? ¿Fue de nuevo la hermosa dama de anoche?
—SĂ, sĂ fue –dijeron ambas.
La hermana menor añadió:
—A las doce de la noche huyĂł tan rápido que dejĂł caer uno de sus zapatitos de cristal, el más hermoso del mundo.
—¿Y quĂ© pasĂł despuĂ©s? –preguntĂł con visible interĂ©s Cenicienta.
—Pues que el baile tuvo que terminar porque el hijo del rey no hacĂa otra cosa que mirar el zapato, sin interesarse por nada más –respondiĂł la hermana mayor–. Yo creo –prosiguiĂł locuaz– que está enamorado de la bella dueña del zapatito.
Cenicienta corriĂł ligera como una cierva. El prĂncipe la siguiĂł, pero no logrĂł alcanzarla. SĂłlo encontrĂł uno de los zapatitos de cristal que ella perdiĂł en la huida. Lo recogiĂł con mucho cuidado.
Cenicienta llegĂł sofocada a su casa; sin carroza, sin lacayos y con sus feos vestidos. De toda su magnificencia, sĂłlo le quedaba uno de sus zapatitos, la pareja del que habĂa perdido y que el prĂncipe habĂa recogido.
Preguntaron a los guardias del palacio si habĂan visto salir a una princesa; dijeron que sĂłlo habĂan visto salir a una jovencita muy mal vestida y que parecĂa más una campesina que una princesa.
Cuando las dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntĂł:
—¿Se han divertido mucho hoy? ¿Fue de nuevo la hermosa dama de anoche?
—SĂ, sĂ fue –dijeron ambas.
La hermana menor añadió:
—A las doce de la noche huyĂł tan rápido que dejĂł caer uno de sus zapatitos de cristal, el más hermoso del mundo.
—¿Y quĂ© pasĂł despuĂ©s? –preguntĂł con visible interĂ©s Cenicienta.
—Pues que el baile tuvo que terminar porque el hijo del rey no hacĂa otra cosa que mirar el zapato, sin interesarse por nada más –respondiĂł la hermana mayor–. Yo creo –prosiguiĂł locuaz– que está enamorado de la bella dueña del zapatito.
Y asĂ era, porque a los pocos dĂas el hijo del rey mandĂł publicar un bando a toque de corneta. Declaraba que se casarĂa con la mujer a quien le quedara bien el zapato.
Empezaron probándoselo las princesas, luego las duquesas y luego todas las damas de la Corte. Pero todo resultó inútil.
Fueron después a todas las casas del reino, donde hubiera jovencitas. Todas se lo probaban, pero a ningún pie se adaptaba el misterioso zapatito.
Llegaron también a la casa de Cenicienta. Las dos hermanas, muy emocionadas, hicieron todo lo posible para que sus pies entraran en el zapato, sin conseguirlo.
Cenicienta, que estaba mirándolas y que reconoció su zapato, dijo riendo:
Empezaron probándoselo las princesas, luego las duquesas y luego todas las damas de la Corte. Pero todo resultó inútil.
Fueron después a todas las casas del reino, donde hubiera jovencitas. Todas se lo probaban, pero a ningún pie se adaptaba el misterioso zapatito.
Llegaron también a la casa de Cenicienta. Las dos hermanas, muy emocionadas, hicieron todo lo posible para que sus pies entraran en el zapato, sin conseguirlo.
Cenicienta, que estaba mirándolas y que reconoció su zapato, dijo riendo:
—¡A ver si a mĂ me queda bien!
Ambas hermanas se echaron a reĂr, burlándose de ella. Pero el sirviente que hacĂa la prueba del zapato, mirĂł atentamente a Cenicienta y encontrándola muy hermosa dijo:
—Es muy justo lo que pide, jovencita. Tengo orden de probárselo a todas. ¿Puede sentarse?
Cenicienta se sentĂł y el hombre le acercĂł el zapato, que entrĂł en el piececito sin esfuerzo.
—Le queda como un guante –dijo el sirviente–. No hay duda de que es suyo.
Las hermanas no salĂan de su asombro. Pero cuando vieron que Cenicienta sacĂł de su bolsillo el otro zapato y se lo puso, casi se mueren de rabia.
Entonces apareciĂł repentinamente el hada madrina.
Entonces apareciĂł repentinamente el hada madrina.
—Querida ahijada –saludĂł con un beso en la frente a la joven, y al mismo tiempo la tocĂł con su varita mágica.
Los vestidos de Cenicienta se volvieron aún más bellos que los anteriores.
Entonces las dos hermanas reconocieron en ella a la dama que habĂan visto en el baile. Se arrojaron a sus pies y le dijeron, muertas de vergĂĽenza:
Entonces las dos hermanas reconocieron en ella a la dama que habĂan visto en el baile. Se arrojaron a sus pies y le dijeron, muertas de vergĂĽenza:
—¡PerdĂłnanos! TĂş has sido siempre la buena hermana que no supimos apreciar porque el orgullo nos tenĂa ciegas. Te hemos hecho sufrir mucho con nuestra estĂşpida soberbia. Te hemos tratado mal, ¿podrás perdonarnos algĂşn dĂa?
Cenicienta las levantó y abrazándolas les dijo:
—Las perdono de todo corazĂłn. Lo Ăşnico que deseo es que me quieran siempre y que no se separen de mĂ.
Inmediatamente llevaron a Cenicienta ante el prĂncipe, tal como estaba ataviada. Él la encontrĂł más bella que nunca, le declarĂł su amor y fue feliz al oĂr decir a la joven que ella tambiĂ©n lo amaba.
—¿Aceptas casarte conmigo? –le preguntĂł Ă©l con amor.
—SĂ, acepto –contestĂł emocionada Cenicienta.
—SĂ, acepto –contestĂł emocionada Cenicienta.
Unos dĂas despuĂ©s se celebrĂł el matrimonio. La humilde Cenicienta se convirtiĂł en una princesa tan buena como hermosa. Sus hermanas asistieron a la boda como sus damas de honor, y, cuando ya se disponĂan a regresar a su casa, Cenicienta les rogĂł:
—¡QuĂ©dense conmigo! Yo harĂ© que vivan en el palacio.
Ambas aceptaron con gusto y pocos dĂas despuĂ©s se casaron con dos grandes señores de la corte.
Dicen que al fin vivieron felices como buenas hermanas, y que su buen padre vio cumplido su sueño: la hija querida vivĂa protegida, rodeada de cariño y haciendo el bien que su madre le habĂa enseñado.
El hada madrina no tuvo que volver a usar su varita mágica porque la realidad que comenzó a vivir su ahijada superaba con creces a cualquier maravilla que pudiera imaginar y regalarle un hada buena como ella.
Dicen que al fin vivieron felices como buenas hermanas, y que su buen padre vio cumplido su sueño: la hija querida vivĂa protegida, rodeada de cariño y haciendo el bien que su madre le habĂa enseñado.
El hada madrina no tuvo que volver a usar su varita mágica porque la realidad que comenzó a vivir su ahijada superaba con creces a cualquier maravilla que pudiera imaginar y regalarle un hada buena como ella.
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